El niño que sonríe desde el
portarretratos tiene la cara sucia de chocolate. Ella le da un golpecito,
casi distraídamente, y ve como cae de la mesa y se hace añicos. Recoge la foto,
le sacude los trocitos de cristal roto y baja a la calle. Camina largo tiempo
bajo la azulada luz del alba, entre ruinas y cascotes. Al llegar a
la trinchera, saca la foto y empieza a doblarla. Con parsimonia, un
pliegue, después otro, sin hacer caso de los gritos, ni ver los fusiles
que asoman, histéricos, desde el otro lado de la alambrada. Entonces,
casi al mismo tiempo, escuchamos un disparo, una mujer deja de llorar y
un avioncito de papel surca el aire sobre las cabezas de los soldados.
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