Sentados
frente al eminente psiquiatra, los tres guardábamos silencio y nos mirábamos,
la profesora, el loco y yo. Por fin, el psiquiatra, con gesto adusto, colocó
frente a mí un tarrito de cristal repleto de pastillas azules. Luego, volvió a
recostarse en su silla y entrecruzó los dedos. Tómese dos, ordenó. Yo mire a
mis acompañantes y abrí la boca para protestar. El doctor me detuvo con un
gesto de la mano. Señor mío, dijo, la esquizofrenia no es ninguna broma, ya es
hora de liberarse de sus amigos imaginarios, ¿no cree? Suspiré. Cerré los ojos
para no ver sus expresiones; y me tragué las dos pastillas azules. Esperé unos
segundos a que hicieran efecto. Al abrir los ojos, la profesora sonreía
irónicamente y el loco se desternillaba y agitaba los brazos en el aire. El
psiquiatra había desaparecido.
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