“Ite, missa est” dice el anciano padre Raimundo. Los pocos fieles que le quedan se van levantando y salen de la iglesia.
Tú, como siempre, guardas el incensario y el misal, soplas los cirios y recoges las dádivas del cepillo.
El padre Raimundo se sienta en el confesionario y escucha a Don Lorenzo, el maestro. Tú sabes cuál es el pecado que está confesando Don Lorenzo. Y sabes que, la semana que viene, volverá con el mismo pecado sobre su cabeza, y sobre la tuya.
Después, cuando Don Lorenzo esté en paz con Dios, el padre te pasará la mano por el pelo y te dirá que cuanto lo siente, que no puede hacer más. Besará su rosario y se pondrá a rezar.
Te escondes en la sacristía, a barrer el suelo. Aquí las ventanas están rotas, y el viento de las Peñas de Gorbea se cuela dentro sin piedad.
Escuchas un ruido en la nave principal. Un crujido y un grito. Un banco que se vuelca.
Asomas la cabeza.
Frente al confesionario, Don Lorenzo, el maestro, está tumbado boca arriba. La cara azul y los ojos abiertos. Lleva, alrededor del cuello, el rosario roto del padre Raimundo.
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