Las palabras, lánguidamente, se han ido posado de nuevo
sobre el libro. Don Miguel, tomándolo entre sus manos, lee la primera línea:
“Hidalgo corredor de lugar nombre Mancha acordarme rocín adarga…” No, tampoco
esta vez. Se acoda sobre la mesa y, suspirando ruidosamente, hunde el rostro
entre las manos. Luego se agarra la cabeza y la zarandea y la zarandea. De repente, el libro
vuelve a estar en blanco, pues las palabras han estallado, y flotan y
revolotean en enjambres de tinta negra, y
ocupan otra vez todo el aire de la habitación. Y Don Miguel reza, reza por que
esta vez, cuando sedimenten sobre las páginas en blanco, por fin lo hagan en el
orden correcto.
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